miércoles, 24 de enero de 2007

El Marasmo

EL MARASMO

A veces me pregunto porqué el tío Nicomedes no asumió estas cosas en los mismos términos en que yo lo estoy haciendo ahora. Si es que no lo asumió así y estoy equivocado.
Pudo haber pensado y asumido alguna vez que él era la parte final de un tiempo irreversible que se le escapaba por cada rincón del cuerpo y giraba por entre la casa oscura, se colaba por entre las ventanas y se diluía en los árboles vencidos de la casa de campo, dejando atrás las máquinas que nunca más araron la tierra, los corrales desvencijados, los silos apenas en pie y, en fin la casona que parecía esperar el instante final que marcaba el reloj de arena, para venirse abajo, en espera de una nueva página de la vida.
Puedo pensar, entonces, que le correspondía certificar el agotamiento de aquel tiempo en aquel espacio; constatar, diría yo, que aquellos hierros y aperos morían envolviéndose sobre sí mismos, deformándose con mohos, telarañas y óxidos, en el mejor de los casos colgados en paredes secundarias desde donde no salieron nunca más desde los días en que empezó la curva descendente del esplendor y , en el peor de los casos, en funciones inapropiadas o arrumados en un rincón donde la conciencia no se atormentara por no encontrar qué hacer con ellos.
Por aquellos días en que el peso había dejado inclusive de ser una especie de tren con el que se divertían los niños y ya no era más que un trasto oxidado que se iba apartando de cada sitio escogido para una que otra conversación, el tío Nicomedes caminaba por toda la casa arrastrando los pies y sin hacer nada específico, acaso como si estuviese haciendo un inventario de cada cosa que reclamaba su derecho inexorable a extinguirse, y terminaba siempre sentándose en un sillón grande de cuero, pegando la cabeza de la parte alta del espaldar y envolviendo en sus manos cada extremo de los brazos del sillón mismo. Entonces, me parecía que en ese instante supremo de cada día, semana a semana, mes a mes y año tras año, lo invadía una inmensa serenidad, diría que un júbilo interior, porque ya no había más prisa que por entregar buenas cuentas, porque se cerraba a través de un hombre el ciclo de todos los hombres, que no era otra cosa que la pureza de la desnudez del alma, el cumplimiento de la verdadera misión, el inventario correcto. ¿ Y el punto final ?
Sobre eso era que realmente quería escribir y no sobre aquel hombre que ejecutaba su obligación. Lo hizo. Así era como concebía aquel tránsito por la casona sin tiempo.
Ya nadie viene aunque la casa ocasionalmente se inunde de gente. Puede que aún vengan personas y traigan música y se emborrachen hasta el amanecer. Es posible todavía que algunos enamorados avancen en sus pretensiones por entre las ruinosas vaqueras o que algunos carajitos improvisen un campo de béisbol de dos bases en el mismo patio donde se amontonaron muchos días cualquier cantidad de automóviles.
No es nada de eso. No es, en verdad, el tiempo el que ya no se comunica, no se contagia. Es el hálito de su paso por entre objetos y personas el que se queda, formando una circunstancia autónoma en la que unos y otras se integran.
¿ qué diferencia puede haber entre un hombre de los que llegó hace veinte años a la casona a sentarse en una butaca de los corredores y el que llega hoy a hacer lo mismo ?. ¿ será la ropa que usan ?, ¿ el modelo del vehículo ?, ¿ el licor que beben ?. Esas cosas atañen, simplemente, a una expresión intrascendente del tiempo, por no decir banal o pueril.
La diferencia está en que el hombre de hace veinte años venía a quedarse en la casona, aún cuando tuviese que partir al día siguiente de su llegada. El hombre de ahora, así permanezca en ella una semana, está sólo de tránsito. Buscar un poco de agua para beber significaba hace tiempo un ejercicio de vida, implicaba hasta la emoción de robarle un poco de vida a la piedra mohosa del tinajero. Ahora, en el mismo sitio, no es más que un tiesto inútil, sobre el que el peón que queda sostiene su camisa raída y sudorosa, o en el que, en el lugar donde se erguía un frondoso helecho, reposan una facturas amarillentas de los servicios públicos.
¿ A qué viene todo esto ? ¿ acaso esa irradiación, ese efluvio del tiempo sobre las cosas y las personas de la casona tiene un sentido de desolación y hasta de muerte ?
No tendría sentido, puesto que sería concederle al tiempo un propósito que no le es propio. Parece más bien un testimonio del sentido mismo de la naturaleza y en el caso del tío Antonio, el capitán de la nave sobre el efluvio del tiempo, nada menos que su responsabilidad de conducirla sin tropiezos hasta el último puerto, el de la irreversible soledad.

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