Hubo una fotografía que le dio la vuelta al mundo, no tanto por su buena calidad como por el significado que tuvo, tiene y tendrá. A mi, entre otras tantas reacciones, me ha causado siempre mucha risa. Siempre la recuerdo.
En los días inmediatos siguientes a la caída del bloque soviético, un fotógrafo captó el momento en que dos soldados rusos sacaban en una carretilla el busto de Lenin de la sede principal del gobierno. En el peor de lo casos lo llevaban a un basurero (la prensa no dijo nada al respecto) y en el mejor a un depósito para que allí se lo tragara el polvo, las telarañas y el tiempo.
Por esos mismos años y al otro lado del mundo, digo tierra caribeña, unos nuevos ricos llegaron a un pueblo costero, compraron una casa y contrataron los servicios de un señor que se dedicaba a cuidar las casas de esa misma zona.
Lo halagaban con toda clase de regalos, bebidas y comidas para asegurarse que su casa estuviese bien cuidada. Para eso también tenían dinero. Algunos años después los nuevos ricos tuvieron la idea de hacerle un busto al, digamos guachimán o cuidador, y colocarlo en una plazoleta que otros moradores habían construido frente a la casa.
Al guachimán, después de indagar qué era un busto y para qué servía, no le pareció mala la idea. Es más, llegó a verse inmortalizado en la plazoleta, para orgullo de sus hijos y.. porqué no, para restregárselo en la cara a sus enemigos en el pueblo. No le importó tener que ir a la ciudad de los nuevos ricos para que el escultor hiciese su trabajo.
Las cosas empezaron a complicarse cuando pasaba el tiempo y no se cumplía con la promesa hecha. Pero además, con la presión de por medio que el busto iba o no iba o que por cualquier cosa mal hecha o desliz del cuidador podría suspenderse su construcción, nuestro amigo se convirtió en un esclavo de su propia imagen convertida en piedra.
Un vivaracho de esos que nunca faltan, amigo de los nuevos ricos, agarró también cola en el usufructo de la promesa del busto al guachimán y empezó a hacerle exigencias adicionales a la de aquellos, tráeme aquello, llévate lo otro, házle mantenimiento a la escopeta...
En una de esas ocasiones el cuidador estalló. Se cansó de la promesa y del trajín al que lo sometían para mantenerla viva. Los mandó al carajo y les dijo que él mismo y sus hijos, ahora que sabían como era el maní, se encargarían de hacer el busto y colocarlo en la plaza.
El vivaracho le ripostó diciéndole que no le permitirían que lo construyese y si lo hacía en ausencia de ellos, hasta las palomas irían su contra y se lo cagarían. Y si insistía en mantenerlo, entonces ellos lo arrancarían y lo tirarían al mar.
Cuando me contaron la historia recordé inmediatamente el busto de Lenin, aunque no fuesen situaciones idénticas. Al final, como sea que uno lo mire, son los mismos principios del poder.
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