lunes, 29 de enero de 2007

El hielo llora



EL HIELO LLORA

Cuando supe todo el esfuerzo que tenía que hacer en esa primera experiencia, me dije para reforzar la voluntad o me pregunté en tono de reproche - no sé en realidad cual de ambas o no lo recuerdo - si yo mismo no había escogido esa función.
Qué importaba ya, después de varios días de viaje y haber subido con las botas mojadas la parte final del trayecto, que era aquella cuesta empinada de tierra seca y agrietada. Después de todo, pienso ahora que debí pensar en ese momento, ya estaba allí con mis pocas ropas, uno que otro hierro, algo de comer y todo lo necesario para asentar las evidencias que me correspondía verificar. Hasta ese momento fue como siempre hice mis asuntos y como estimaba que ese, más que ningún otro, debía hacerse, es decir, por etapas claramente diferenciadas las unas de las otras, entre las cuales debía haber el tiempo suficiente para observar cómo las había vivido y, sobretodo, para soñar con la venidera , incluyendo unas copas de aguardiente - que ya casi no me quedaba -, unas comidas masticadas con fuerza y la contemplación de cualquier cosa, que ahora era también el mar por donde había llegado y la brisa que empujaba como un largo bostezo hasta lo alto de la colina.Esa noche dormí bajo el precario rancho de palmeras que me permitieron construir mis exiguas fuerzas, a las cuales se sumó la ebriedad de aquel silencio infinito, tanto así que quedó aplazada la urgencia - aquella ansiedad repetida tantas veces, aquellas manos efusivas de larga espera - de empezar a honrar el compromiso con aquellos seres de tiempo vencido.

De "Brújula": Canción.

CANCIÓN.

Presagio la letra de tu canción
abriendo caminos,
derribando muros
y trepando cerros.
Ondea invisible como el viento.
Trajina los músculos de la tierra.
Es canción de brazos
que ventean sueños
y moldean las moradas de los hijos.
Canción de palabras que se adivinan,
de música como un torrente de sangre,
de puertas y ventanas que se abrieron de nuevo,
de voces que recuperan el aliento,
de manos que entrelazan manos,
de los frutos que colman la mesa
y de libros que reconcilian
hermanos y amigos,
canción de libros, sí, que ventea sueños
y nada más.

miércoles, 24 de enero de 2007

De "Brújula": Digo

DIGO


Recuerdo la forma en que tratabas
de inventar tu camino.
Recuerdo la noche
en que pasó el cartero
que juró no volver.
Hicimos camino, digo.
Hago memoria
del dorso de tu mano
convertido en pañuelo.
De la luna sin menguante.
Del vago concierto de los pájaros.
De la eternidad de las sombras.
En fin, un camino. Eso digo.

El Marasmo

EL MARASMO

A veces me pregunto porqué el tío Nicomedes no asumió estas cosas en los mismos términos en que yo lo estoy haciendo ahora. Si es que no lo asumió así y estoy equivocado.
Pudo haber pensado y asumido alguna vez que él era la parte final de un tiempo irreversible que se le escapaba por cada rincón del cuerpo y giraba por entre la casa oscura, se colaba por entre las ventanas y se diluía en los árboles vencidos de la casa de campo, dejando atrás las máquinas que nunca más araron la tierra, los corrales desvencijados, los silos apenas en pie y, en fin la casona que parecía esperar el instante final que marcaba el reloj de arena, para venirse abajo, en espera de una nueva página de la vida.
Puedo pensar, entonces, que le correspondía certificar el agotamiento de aquel tiempo en aquel espacio; constatar, diría yo, que aquellos hierros y aperos morían envolviéndose sobre sí mismos, deformándose con mohos, telarañas y óxidos, en el mejor de los casos colgados en paredes secundarias desde donde no salieron nunca más desde los días en que empezó la curva descendente del esplendor y , en el peor de los casos, en funciones inapropiadas o arrumados en un rincón donde la conciencia no se atormentara por no encontrar qué hacer con ellos.
Por aquellos días en que el peso había dejado inclusive de ser una especie de tren con el que se divertían los niños y ya no era más que un trasto oxidado que se iba apartando de cada sitio escogido para una que otra conversación, el tío Nicomedes caminaba por toda la casa arrastrando los pies y sin hacer nada específico, acaso como si estuviese haciendo un inventario de cada cosa que reclamaba su derecho inexorable a extinguirse, y terminaba siempre sentándose en un sillón grande de cuero, pegando la cabeza de la parte alta del espaldar y envolviendo en sus manos cada extremo de los brazos del sillón mismo. Entonces, me parecía que en ese instante supremo de cada día, semana a semana, mes a mes y año tras año, lo invadía una inmensa serenidad, diría que un júbilo interior, porque ya no había más prisa que por entregar buenas cuentas, porque se cerraba a través de un hombre el ciclo de todos los hombres, que no era otra cosa que la pureza de la desnudez del alma, el cumplimiento de la verdadera misión, el inventario correcto. ¿ Y el punto final ?
Sobre eso era que realmente quería escribir y no sobre aquel hombre que ejecutaba su obligación. Lo hizo. Así era como concebía aquel tránsito por la casona sin tiempo.
Ya nadie viene aunque la casa ocasionalmente se inunde de gente. Puede que aún vengan personas y traigan música y se emborrachen hasta el amanecer. Es posible todavía que algunos enamorados avancen en sus pretensiones por entre las ruinosas vaqueras o que algunos carajitos improvisen un campo de béisbol de dos bases en el mismo patio donde se amontonaron muchos días cualquier cantidad de automóviles.
No es nada de eso. No es, en verdad, el tiempo el que ya no se comunica, no se contagia. Es el hálito de su paso por entre objetos y personas el que se queda, formando una circunstancia autónoma en la que unos y otras se integran.
¿ qué diferencia puede haber entre un hombre de los que llegó hace veinte años a la casona a sentarse en una butaca de los corredores y el que llega hoy a hacer lo mismo ?. ¿ será la ropa que usan ?, ¿ el modelo del vehículo ?, ¿ el licor que beben ?. Esas cosas atañen, simplemente, a una expresión intrascendente del tiempo, por no decir banal o pueril.
La diferencia está en que el hombre de hace veinte años venía a quedarse en la casona, aún cuando tuviese que partir al día siguiente de su llegada. El hombre de ahora, así permanezca en ella una semana, está sólo de tránsito. Buscar un poco de agua para beber significaba hace tiempo un ejercicio de vida, implicaba hasta la emoción de robarle un poco de vida a la piedra mohosa del tinajero. Ahora, en el mismo sitio, no es más que un tiesto inútil, sobre el que el peón que queda sostiene su camisa raída y sudorosa, o en el que, en el lugar donde se erguía un frondoso helecho, reposan una facturas amarillentas de los servicios públicos.
¿ A qué viene todo esto ? ¿ acaso esa irradiación, ese efluvio del tiempo sobre las cosas y las personas de la casona tiene un sentido de desolación y hasta de muerte ?
No tendría sentido, puesto que sería concederle al tiempo un propósito que no le es propio. Parece más bien un testimonio del sentido mismo de la naturaleza y en el caso del tío Antonio, el capitán de la nave sobre el efluvio del tiempo, nada menos que su responsabilidad de conducirla sin tropiezos hasta el último puerto, el de la irreversible soledad.

lunes, 22 de enero de 2007

El busto de Lenin y el de mi amigo.

Hubo una fotografía que le dio la vuelta al mundo, no tanto por su buena calidad como por el significado que tuvo, tiene y tendrá. A mi, entre otras tantas reacciones, me ha causado siempre mucha risa. Siempre la recuerdo.
En los días inmediatos siguientes a la caída del bloque soviético, un fotógrafo captó el momento en que dos soldados rusos sacaban en una carretilla el busto de Lenin de la sede principal del gobierno. En el peor de lo casos lo llevaban a un basurero (la prensa no dijo nada al respecto) y en el mejor a un depósito para que allí se lo tragara el polvo, las telarañas y el tiempo.
Por esos mismos años y al otro lado del mundo, digo tierra caribeña, unos nuevos ricos llegaron a un pueblo costero, compraron una casa y contrataron los servicios de un señor que se dedicaba a cuidar las casas de esa misma zona.
Lo halagaban con toda clase de regalos, bebidas y comidas para asegurarse que su casa estuviese bien cuidada. Para eso también tenían dinero. Algunos años después los nuevos ricos tuvieron la idea de hacerle un busto al, digamos guachimán o cuidador, y colocarlo en una plazoleta que otros moradores habían construido frente a la casa.
Al guachimán, después de indagar qué era un busto y para qué servía, no le pareció mala la idea. Es más, llegó a verse inmortalizado en la plazoleta, para orgullo de sus hijos y.. porqué no, para restregárselo en la cara a sus enemigos en el pueblo. No le importó tener que ir a la ciudad de los nuevos ricos para que el escultor hiciese su trabajo.
Las cosas empezaron a complicarse cuando pasaba el tiempo y no se cumplía con la promesa hecha. Pero además, con la presión de por medio que el busto iba o no iba o que por cualquier cosa mal hecha o desliz del cuidador podría suspenderse su construcción, nuestro amigo se convirtió en un esclavo de su propia imagen convertida en piedra.
Un vivaracho de esos que nunca faltan, amigo de los nuevos ricos, agarró también cola en el usufructo de la promesa del busto al guachimán y empezó a hacerle exigencias adicionales a la de aquellos, tráeme aquello, llévate lo otro, házle mantenimiento a la escopeta...
En una de esas ocasiones el cuidador estalló. Se cansó de la promesa y del trajín al que lo sometían para mantenerla viva. Los mandó al carajo y les dijo que él mismo y sus hijos, ahora que sabían como era el maní, se encargarían de hacer el busto y colocarlo en la plaza.
El vivaracho le ripostó diciéndole que no le permitirían que lo construyese y si lo hacía en ausencia de ellos, hasta las palomas irían su contra y se lo cagarían. Y si insistía en mantenerlo, entonces ellos lo arrancarían y lo tirarían al mar.
Cuando me contaron la historia recordé inmediatamente el busto de Lenin, aunque no fuesen situaciones idénticas. Al final, como sea que uno lo mire, son los mismos principios del poder.