Recuerdo de cuando era muchacho aquellas tardes en que jugábamos caimaneras de béisbol (o algo parecido a él). Hubo épocas ¿a quién no le ha pasado? en que las partidas dependían de alguien que tenía el único bate y la única pelota (en lo sucesivo lo llamaremos “el dueño”, así nos gusta decir a los abogados), si además tenía guante, mejor. Los demás poníamos uno que otro guante, y el pitcher y el cátcher, como quiera se jugaba lo que llamaban “poniéndola bombita” o simplemente “poniéndola” (es decir, suave, lo explico para quienes no vivieron esto), podían jugar con la mano pelada aún cuando la pelota fuera de lo que llamábamos de “paldin”. Paldin, supongo viene de la vulgarización de la marca spalding, que era pelota dura.
Si el dueño era un buen pelotero no había problemas. O sea, estaba coronado. Pero el destino tiene establecido como inexorable que el dueño siempre es un “maleta”(casi siempre era un gordito que fildeaba lo que llamaban “tapapollo” y no bateaba “ni con la puerta de una iglesia”). Entonces, el tipo tenía que jugar ajuro y si por cualquier causa se molestaba y se llevaba sus macundales, ¡zas ¡ se acababa la partida. Las partidas devenían así en un arte de negociación porque había que colocarlo donde menos entorpeciera el duelo de cada tarde. Y era un duelo porque los equipos se escogían mediante el sistema de “pares o nones” o “piedra, papel y tijera”, de suerte que el que ganaba esta primera parte escogía primero y luego venía el otro y así sucesivamente, sistema éste que garantizaba que se empezara por los mejores y se terminara por los peores, figurando entre estos el maleta. Al maleta no le importaba esto porque su interés estaba en figurar entre los nueve alineados, ocupando generalmente el raifil (right field) porque por allí casi nadie bateaba), o de doblequècher (en realidad no había cátcher sino alguien encargado de recoger la bola lanzada “bombita”, ni tampoco valía el robo de base), de modo que prácticamente no hacía nada importante, o bien de pitcher que se limitaba a “ponerla” para que el contrario bateara (lo contrario de ponerla “bombita” era lo que llamábamos “arrequintao”, pero eso sí era un juego de béisbol y no las caimaneras a que me estoy refiriendo. Y en cuanto a batear, obvio es decir que el maleta era noveno bate u octavo, si acaso hacía falta algún disimulo.
Malo era cuando esas partidas estaban cerradas y entonces llegaba el turno al bate del “maleta”, porque se buscaba sutilmente que permitiera un cambio y el tipo rara vez accedía. En tal caso bateaba y punto, digo yo que había que sacrificar algo por la continuación de la partida. (Tampoco nos pongamos extremistas y aceptemos que de vez en cuando al maleta se le ponía a jugar segunda base o se le bregaba para que diera un “hitcito”, que hay quienes lo llaman un “podrío”).
Todas las partidas de cada tarde eran una angustia. Uno tenía que ligar que el “maleta” – dueño y señor de la caimanera de cada tarde, el único que tenía todos los instrumentos de juego, de marca, siempre nuevecitos – no se lesionara, no le diera dolor de barriga o lo viniera a buscar la mamá para hacer la tarea, porque entonces el juego quedaba colorín colorao.
Si el dueño era un buen pelotero no había problemas. O sea, estaba coronado. Pero el destino tiene establecido como inexorable que el dueño siempre es un “maleta”(casi siempre era un gordito que fildeaba lo que llamaban “tapapollo” y no bateaba “ni con la puerta de una iglesia”). Entonces, el tipo tenía que jugar ajuro y si por cualquier causa se molestaba y se llevaba sus macundales, ¡zas ¡ se acababa la partida. Las partidas devenían así en un arte de negociación porque había que colocarlo donde menos entorpeciera el duelo de cada tarde. Y era un duelo porque los equipos se escogían mediante el sistema de “pares o nones” o “piedra, papel y tijera”, de suerte que el que ganaba esta primera parte escogía primero y luego venía el otro y así sucesivamente, sistema éste que garantizaba que se empezara por los mejores y se terminara por los peores, figurando entre estos el maleta. Al maleta no le importaba esto porque su interés estaba en figurar entre los nueve alineados, ocupando generalmente el raifil (right field) porque por allí casi nadie bateaba), o de doblequècher (en realidad no había cátcher sino alguien encargado de recoger la bola lanzada “bombita”, ni tampoco valía el robo de base), de modo que prácticamente no hacía nada importante, o bien de pitcher que se limitaba a “ponerla” para que el contrario bateara (lo contrario de ponerla “bombita” era lo que llamábamos “arrequintao”, pero eso sí era un juego de béisbol y no las caimaneras a que me estoy refiriendo. Y en cuanto a batear, obvio es decir que el maleta era noveno bate u octavo, si acaso hacía falta algún disimulo.
Malo era cuando esas partidas estaban cerradas y entonces llegaba el turno al bate del “maleta”, porque se buscaba sutilmente que permitiera un cambio y el tipo rara vez accedía. En tal caso bateaba y punto, digo yo que había que sacrificar algo por la continuación de la partida. (Tampoco nos pongamos extremistas y aceptemos que de vez en cuando al maleta se le ponía a jugar segunda base o se le bregaba para que diera un “hitcito”, que hay quienes lo llaman un “podrío”).
Todas las partidas de cada tarde eran una angustia. Uno tenía que ligar que el “maleta” – dueño y señor de la caimanera de cada tarde, el único que tenía todos los instrumentos de juego, de marca, siempre nuevecitos – no se lesionara, no le diera dolor de barriga o lo viniera a buscar la mamá para hacer la tarea, porque entonces el juego quedaba colorín colorao.
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